sábado, 29 de noviembre de 2008

A propósito de Dorian Gray

Hace pocos días tuve el placer de ver en dvd la estupenda película "El retrato de Dorian Gray", adaptación al celuloide de la extraordinaria novela homónima del genio Oscar Wilde.

Sobre el film baste decir que, además de estar basado en la célebre obra literaria, corresponde a una época en la que en la binomía del blanco y negro se escondía una pléyade de joyas cinematográficas, siendo la cinta dirigida por Albert Lewin una de ellas. Mención especial merece la soberbia y magnética interpretación de George Sanders como el ingenioso, cínico y sarcástico mentor de Dorian Gray, Lord Henry Wotton. Éste, con sus brillantísimas y lacerantes frases, constituye un innegable trasunto del excelso provocador irlandés, que tiene en la elegante, decadente y hedonista personalidad de Dorian Gray el otro gran espejo en el que verse reflejado.


En cuanto a la celebérrima novela que da pie a la película de Lewin, baste decir que el genio de Wilde, autor de perlas como "El crimen de lord Arthur Saville y otras historias", "De profundis", "Balada de la cárcel de Reading", "El abanico de Lady Windermere", "Salomé" o "La importancia de llamarse Ernesto",pocas veces ha estado tan sublime, como bien ejemplifica el prefacio o todas y cada una de las intervenciones de Lord Wotton, verdadero corazón, a mi modesto entender, de la obra. Para aquellos que a estas alturas de la Literatura Universal desconozcan el argumento de "El retrato de Dorian Gray" (que dudo que sean muchos), diré que, ambientado en el Londres victoriano, aborda el fatal descenso a los hedonísticos infiernos de un apuesto joven que es retratado en un cuadro ante el cual el imprudente protagonista expresará un siniestro deseo: disfrutar de una belleza inmortal a cambio de que sea la pintura quien se deteriore conforme Dorian cava su sima moral merced a variados y nefandos actos de libertinaje. Un anhelo que se verá siniestramente cumplido con consecuencias imprevisibles.


Entrando más en materia, cabría decir que Dorian Gray no es más que el gran perdedor de la (aparentemente) inocua disputa dialéctica e intelectual entre el pintor Basil Hallward (que a servidor le recuerda, al menos en la película, al interesantísimo y controvertido Walter Sickert), honesto e íntegro representante de ideales a medio camino entre el platonismo y el epicureísmo, y su amigo lord Henry Wotton, un cínico aristócrata de sinceridad corrosiva e ingenio turbador que, en su lucha contra las caducas e hipócritas convenciones de la época, aboga con endiablado carisma por disfrutar de todo sin más miedo que el de castrar los anhelos y placeres propios. De esta forma, la belleza de Gray, reflejo de la virginidad e ingenuidad de su etapa bajo la tutela de Hallward, pasa a convertirse, con la influencia de Wotton, en la diabólica sublimación de los vicios humanos que, si bien universales, tienen en el Londres del siglo XIX una de sus mejores representaciones. Este triunfo de la perversión sobre la pulcritud tiene un ejemplo nada metafórico en la muerte de Hallward a manos de Gray, rebasando así las enseñanzas y escrúpulos de su perverso pigmalión Wotton, cuya transgresión, por muy elocuente y sonrojante que sea, jamás habría rebasado los límites que Dorian quiebra en su degeneración. Wotton encarna así lo que podría denominarse una "provocación de salón" mientras que su esbelto pupilo es el estandarte de la corrupción mediante la acción.


No obstante, cabe intuir cierta moralina judeocristiana en el desenlace de la historia, especialmente acentuada en la película de Lewin, en la que el arrepentimiento final de Gray lleva a la salvación de su alma, quedando el cuadro restaurado a su belleza y armonía inicial coincidiendo con el fallecimiento del retratado. Algo que quizás a alguien le recuerde a la salvación que vive mi queridísimo Don Juan Tenorio en su última hora (Parte II, Acto III, Escena IV: "Clemente Dios, ¡gloria a Ti! / Mañana a los sevillanos / aterrará el creer que a manos / de mis víctimas caí. / Mas es justo; quede aquí / al universo notorio, / que pues me abre el purgatorio / un punto de penitencia, / es el Dios de la clemencia / el Dios de DON JUAN TENORIO.") Una redención que si bien puede desconcertar y resultar incluso forzada, recuerda que el personaje, una vez, fue un hombre de bien y que nunca es tarde para arrepentirse.


Mas, por encima de libro y película, el icónico personaje de Dorian Gray me produce un interés añadido en la medida en que le considero un símbolo de nuestra sociedad actual: exacerbadamente sofisticada y seductora en apariencia, ataviada de las más bellas imposturas, encantadoramente mentirosa y manipuladora, anhelante de la inmortalidad y los placeres más variados aunque para ello recurra a siniestros y mefistofélicos pactos, con un interior podrido y hediondo donde anida el más cruel de los egoísmos en medio de un vacío de valores y escrúpulos, extinguidos a conciencia. Una sociedad que, como Dorian, es consciente de cómo es su "alma" pero prefiere marginarla en lo más recóndito de su conciencia allá donde los remordimientos no puedan llegar a tiempo...hasta que sea demasiado tarde, provocando un inmovilismo y cinismo pandémico que ahoga cualquier intento de evolución moral y siembra de minas el campo de la filantropía. Quizás sea el miedo a acabar como Dorian lo que atenaza conciencias o tal vez sea una suicida dejadez o una siniestra asimilación de "la normalidad" los causantes de ello. No lo sé. Doctores tiene la Iglesia para analizarlo. Lo que sí sé es que el retrato del mundo en que vivimos el espejo en el que se miraría Dorian Gray hoy en día. Y eso no es, en absoluto, bueno.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Algunas frases brillantes para la reflexión provenientes de Oscar Wilde y recogidas por Lewin en la película: "Las mujeres nos tratan igual que la humanidad trata a sus dioses: nos adoran y nos preservan de incomodidades para que hagamos algo por ellas". O esta otra, que resume la metafísica del proceder femenino: "Las mujeres, como señaló un francés ingenioso, nos inspiran con el deseo a hacer obras maestras y siempre nos impiden realizarlas". Aunque aquí va la definitiva, una andanada wildeana total en la línea de flotación femenil: "Las mujeres representan el triunfo de la materia sobre la inteligencia como los hombres representan el triunfo de la inteligencia sobre la moral". Pragmatismo no les sobra y corazón les falta. Ahora puede sonar machista (subterfugio habitual de las feministas ante cualquier crítica a su género), pero a ver cómo las mujeres pueden rebatirle a Wilde estas verdades catedralicias.