domingo, 24 de enero de 2016

El penúltimo canto del cisne

Cuesta encontrarlas en un mundo en el que el avance tecnológico ha deslocalizado la distribución y la lectura físicas de libros. Cuesta encontrarlas en una sociedad en la que se ha extendido el vicio de considerar que la compra de un libro no significa necesariamente su lectura. Cuesta encontrarlas en un contexto editorial como el actual con exceso de marketing, excedente de famoseo y saturación de obras y autores de pésima calidad que perjudican la visibilidad o siquiera el desembarco impreso de obras y autores mejores. Cuesta encontrarlas en un país en el que el Ministerio de Cultura es puro atrezzo, en el que no hay mas plan de Educación que el de formar a cretinos en serie que el día de mañana puedan ser pisoteados alegremente por sus superiores políticos o laborales, en el que la Cultura (como industria y como concepto) ha sido menospreciada oficial y políticamente y penalizada fiscalmente. Cuesta encontrarlas en ciudades como Madrid donde la frenética rutina convierte las calles en una máquina de pinball y en la que la gente sólo se acuerda de ellas cuando truena el regaleo navideño o cumpleañero. Cuesta encontrarlas pero las hay. Cada vez menos. Pero las hay. Librerías, digo. Pero no las franquiciadas tipo "La Casa del Libro", "La Central" o "Top Books" ni las engullidas por centros comerciales como El Corte Inglés o FNAC. Hablo de las librerías "de toda la vida". Aquellas en las que convergen un proyecto profesional y un proyecto personal. Aquellas en las que todo depende del buen gusto y el buen tratar de la persona al mando. Aquellas en cuyos escaparates es raro encontrar el típico petardeo pseudoliterario que, en otros sitios de venta de libros, te meten casi por embudo según pones un pie dentro. Aquellas cuyos dependientes sólo te los puedes imaginar haciendo eso: repartiendo experiencias y conocimientos en forma de libro. Aquellas cuya clientela apenas van más allá de los límites de un barrio y los mentideros lectores. Aquellas que tienen un encanto añejo y mágico para quienes gustan de la lectura, como la ficticia librería del Sr. Koreander. Aquellas que, por vivir en los tiempos que vivimos, tienen mucho de búnker ante el mal gusto, de espigón ante la incultura, de malecón temerario en un mar embravecido de ineptitud, de refugio para los amantes de la literatura convertidos gracias a la estupidez mercantil y al bochorno gubernamental en una suerte de partisanos. Aquellas que hoy forman parte más de un pasado al que añorar que de un presente que lamentar. 

Como digo, cuesta encontrarlas, pero las hay. Cada vez menos, eso sí. Yo, que no soy precisamente Gandalf, he visto ya desaparecer en Madrid librerías excelentes como la de "Rubiños 1860" en la calle Alcalá, la de "Méndez" en la calle Ibiza o la de "Gabriel Molina" en la Travesía del Arenal, por citar sólo algunos ejemplos. En ese sentido, yo no sé si las librerías son los nuevos cines en lo que a extinción se refiere o incluso si su ocaso se inició mucho antes que el de las salas de proyecciones, pero uno, cuando entra en librerías como las que digo, tiene la extraña y contradictoria sensación de estar paladeando un espejismo, un fantasma que vive de prestado, un placer con la caducidad de un orgasmo. La verdad es que la alegría y la pena de estar dentro de estos locales son grandes por igual para los que disfrutamos con y de la literatura, la de verdad, digo, no "la otra" que no es ni literatura ni es nada más que memeces impresas y encuadernadas cuando no simple y pura basura con un maquillaje más o menos engañoso. Claro que esa agridulce sensación se alivia bastante con el clima de complicidad propician el buen trato y el criterio que dispensan los libreros, lo que sin duda constituye el otro gran valor añadido de estos bastiones contra la mediocridad. Quien quiera comprender o experimentar lo que digo, puede darse una vuelta por librerías como que Visor (en Isaac Peral 18), Gulliver (en la calle del León 32), Antonio Machado (en Fernando VI, 17), Gaztambide (en el 6 de la calle homónima), Sin Tarima (en la calle del Príncipe 12), Galdós (Hortaleza 5) o en la Librería Española e Internacional (en Narváez 7), donde es imposible que quepa más buen gusto en menos espacio. 

Así las cosas, asumido que estamos ante una extinción no sólo de un modelo de negocio sino de una forma de entender la cultura y, por tanto, la vida, sólo cabe invertir el tiempo y el dinero suficientes para hacer que este crepúsculo, que este morir desgranado en el tiempo, que este desvanecimiento con sabor a réquiem, que la desaparición de este mundo entre mundos, que el desmoronamiento de esos puntos de encuentro entre forajidos de las majaderías, que este penúltimo canto del cisne haya merecido la pena.

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