sábado, 11 de junio de 2016

Lección con plumas

A veces hay situaciones que, bajo la anécdota, esconden cosas que merece la pena saber o recordar.

Hasta hace poco y durante aproximadamente dos semanas, el macetero que hay bajo el alféizar de mi cuarto de estudio, tuvo como inquilina a una paloma que, sin importar la hora, gustaba de armar un jaleo bastante serio, ya fuera piando, gorgojeando o moviendo sus alas espasmódicamente. Para completar la performance, otra paloma se encargaba de vigilar a la alborotadora ora paseándose como un carcelero, ora quedándose inmóvil como un vigía, pero siempre haciendo gala de un hieratismo que compensaba ampliamente el follón de la otra. Al principio pensé que aquel alboroto, que se había convertido en un molesto hilo musical de mis horas de estudio, se debía a razones de maternidad. A los pocos días, caí en la cuenta de que la paloma no estaba por ser madre sino que estaba convaleciente de una lesión en una de las alas, razón por la cual no la había visto volar ni una sola vez y que, supuse, sería el motivo plausible de lo que entonces ya entendí como quejas por el dolor y el malestar. Ya fuera por eso o porque la pobre estuviera como las maracas de Machín, el caso es que la otra paloma  no dejó en ningún momento de custodiarla y velar por ella, ausentándose lo justo para traer "comida" o empleándose con eficacia a la hora de ahuyentar a urracas u otras palomas. Un celo protector que resultó evidente conforme pasaron los días. Una siempre padeciendo y otra siempre protegiendo. Así se pasaban las horas mientras yo me zambullía en mis apuntes.
 

Desde hace pocos días, como comentaba al comienzo, no hay rastro de estas dos palomas. Tal vez la plañidera haya ido al Hades o tal vez se haya recuperado, pero el macetero tiene el mismo aspecto de "Se alquila" que tenía antes y no hay más ruidos que los habituales de la calle. Quiero creer que la curiosa pareja ha retomado sus vidas normales, ciscándose en todo lo que hay bajo ellas, dándose festines en aceras y zonas verdes, convirtiendo la carrocería de coches en cuadros de Pollock, etc. Pero, como decía antes, lo importante es lo que hay bajo la anécdota. Y es una lección valiosa. O, tal vez, más de una. Lecciones como que las relaciones se ponen a prueba cuando vienen mal dadas; que las penas compartidas no dejan de ser penas pero son menos; que los momentos de oscuridad, cuando el dolor y la angustia te brotan como manantiales, cuando no hay más plan que no caer en la histeria, son aquellos en los que todo lo verdaderamente bueno brilla con más claridad e intensidad que cuando lo inunda todo la luz de la prosperidad; que cuando alguien lo está pasando mal no es el tiempo de "te lo dije" ni de enzarzarse en una reyerta de reproches ni de ensañarse con él ni de orillarlo en tu atención ni de poner tu relación con él en barbecho hasta que la vida le reparta una mejor mano sino que es la oportunidad de mostrar en toda su desnudez el afecto que tienes por esa persona, de enseñarle que "estar ahí" es la mejor declaración de amor, de hacer evidente que querer no sólo implica "ser" sino también "estar".

Por suerte, estas palomas tendrán la decencia de no publicar ningún libro de autoayuda contando todo esto. Las mejores lecciones en la vida, buenas o malas, no son a cobro revertido. Ni tampoco tienen que venir necesariamente de seres humanos.

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