lunes, 3 de octubre de 2016

Paz sí, paz no

Colombia ha dicho en plebiscito: "Contigo no, bicho" a la propuesta de acuerdo de paz pergeñada por el Gobierno de Santos y los terroristas de las FARC. 

El resultado de la consulta popular ha sido tan sorpresivo como balsámico para quienes eran partidarios del no. En lo que a mí respecta, con toda la prudencia del mundo, he de reconocer que me alegro. En este sentido, no hay que engañarse ni dejarse engañar. Lo que han votado los colombianos no era si querían la paz o no sino cómo querían llegar a ella. Analizado con frialdad y perspectiva, el acuerdo, quizás por idealismo ingenuo o por torpeza siniestra, ofrecía más ventajas a los asesinos que a las víctimas. Mala idea. La paz debe conseguirse sin escatimar esfuerzos pero no a cualquier precio. En Colombia hay quien ha querido jugar de forma un tanto chapucera cuando no directamente inquietante con los matices o, mejor dicho, con la ausencia de los mismos, a la hora de abogar en pro del sí al acuerdo para finiquitar el medio siglo de hostilidades que han abonado con sangre la tierra del país cafetero. Toda paz persigue el establecimiento de cierta armonía o estabilidad sobre la que asentar la convivencia social. Y el acuerdo desestimado buscaba eso. El problema está, insisto, en el "cómo". En un armisticio siempre debe haber cesiones y contraprestaciones entre los firmantes: la clave se halla por tanto en conseguir un equilibrio que no hiera la sensibilidad o la dignidad de unos u otros. Por ejemplo, la paz que cerró la Primera Guerra Mundial sólo sirvió para abonar sentimental e ideológicamente el camino a la Segunda por culpa de haberse pasado de rosca con los germanos. De ahí que haya que tener mucho cuidado a la hora de cocinar una paz. En ese sentido, no hay que ser ingenuo: es imposible lograr una paz sin renuncias públicas ni claudicaciones íntimas; no hay ninguna paz en la que todo el mundo quede contento con la factura a pagar. Todo duele para sanar. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es que la paz tenga más de chollo para los verdugos que de bálsamo para las víctimas, que es lo que ha pasado en el malogrado acuerdo. Es altamente improbable lograr una paz justa al cien por cien pero sí es innegociable y exigible aspirar a que lo sea. Por eso, mal camino para la convivencia es asentarla sobre la impunidad, de oficio o de facto, de quienes hicieron del terror su forma de vida y convirtieron la sangre inocente en su divisa oficial o sobre la injustificable sinvergonzonería de que las prestaciones para las FARC pasen por encima de la sensibilidad, la dignidad y el respeto que se merecen sus víctimas. En resumen: el principal problema del acuerdo ahora rechazado es que no ha sabido conjugar la necesidad de paz con la consideración a las víctimas ni encontrar el equilibrio necesario entre los colombianos que mataban y los colombianos que morían. Como ha dicho recientamente el ex-presidente Álvaro Uribe: "la paz no es claudicar ante el terrorismo", a lo que yo añadiría que, puestos a claudicar, mejor que lo hagan los verdugos. No obstante, a este problema de fondo hay que añadir un problema de forma, ya que los partidarios del sí, liderados obviamente por Santos (que parece más pendiente de pasar a la Historia que de hacerla), han hecho una campaña absolutamente torpe, apostando por un maniqueísmo indecente y con un tacto escaso cuando no directamente inexistente. Por eso, teniendo todo esto presente, el triunfo del "no" en la consulta popular se aleja de la sorpresa para acercarse al sentido común. Está claro que Colombia quiere la paz pero no de cualquier manera y creo que eso no es algo a lamentar sino a elogiar.

España, igual que el país cafetero, ha tenido y tiene un problema con el terrorismo; en nuestro caso, ETA. Por eso, cuesta menos empatizar con los colombianos, aun cuando hay decenas de matices diferenciadores a tener en cuenta. En España no ha habido ningún acuerdo de paz ni tampoco un plebiscito sobre ella porque, hoy por hoy, no hay urgencia de ello ya que el terrorismo está latente pero no activo dado que los asesinos y quienes los apoyan han dejado orillados por interés los crímenes ahora que se lo están llevando fresco en las instituciones públicas, con la connivencia (por pereza burocrática, cobardía moral o interés electoral) de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial de este país. Hay, por tanto, una paz impostada (mejor eso que lo otro) pero no habrá paz real hasta que todos los criminales sean condenados, ya tengan un pasamontañas en su mesilla de noche o se llamen Arnaldo. Muchos españoles, yo entre ellos, pensamos que no hay paz sin justicia (la resultante del ejercicio de la potestad jurisdiccional por los juzgados y tribunales aplicando la Constitución y el resto del ordenamiento) ni Justicia (la que siempre pasará por la dignidad y nunca por el olvido). Por eso mismo, creo que, de vivirse en España una situación similar a la acontecida en Colombia a cuento del acuerdo, se obtendría un resultado muy parecido al que hoy es noticia.

No obstante, tampoco hay que perder de vista que una hipotética paz con las FARC sería un paso muy importante para la extinción del conflicto terrorista en Colombia pero no el único. Dicho de otro modo: el previsible nuevo y mejorado acuerdo será un buen uppercut pero para mandar definitivamente a la violencia a la lona harán falta un jab que acabe con el Ejército de Liberación Nacional (guerrilleros que también andan a la gresca contra el Estado colombiano) y un crochet que reviente a los grupos armados (descendientes del contraterrorismo de Estado que se practicaba contra las FARC que se han convertido en auténticos administradores del terror en según qué regiones del país). A lo cual habría que añadir que para lograr solucionar el auténtico problema que hay detrás del sanguinario jaleo colombiano no basta con disolver los distintos grupos armados sino que hay que atajar el verdadero detonante y sostén de este conflicto: la desigualdad social y la relación entre gobernadores y gobernados. Del narcotráfico como sistema económico del terrorismo en Colombia ya ni hablamos.

Dicho esto, coincido totalmente con quienes defienden que es necesaria una educación en la paz, en la medida que esa formación no sé si subsanaría las heridas ya abiertas (me da que no) pero sí estoy convencido de que ayudaría a evitar unas nuevas. Y lo digo no tanto porque crea que la paz se logre mediante la educación (para lograr la paz en tanto que restauración de la tranquilidad ya están los jueces, las fuerzas y cuerpos de seguridad y las fuerzas armadas) sino porque una educación de esa índole permitiría preservar mejor la convivencia y, por tanto, evitar nuevos conflictos. Así, sitios como la ECH o el IEPC son dos buenas opciones en las que comenzar a transitar ese camino formativo.    

En definitiva: no pienso que el triunfo del "no" sea motivo de tristeza porque los colombianos que han votado eso no es que estén en contra de la paz sino que prefieren y reclaman una paz aún mejor y eso es algo que nadie puede ni lamentar ni reprochar. Lo que ha quedado fuera de toda duda después del plebiscito es que Colombia tiene una dignidad a prueba de FARC.

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