lunes, 31 de octubre de 2016

Un mensaje

Mara estaba sentada en la orilla, junto al mar. Tenía los pies descalzos y la mirada perdida mucho más allá de donde el sol se derretía como un vistoso helado. Allí sólo se oía el mar, con su rumor de espuma y sus ecos de sal. El agua arenosa se filtraba entre sus dedos, emborronando los bajos de sus vaqueros. A su lado, los botines, perfectamente colocados, con las puntas salpicadas de arena. Junto a ellos, apoyado como un borracho a punto de colapsarse, su bolso, donde se escondía un móvil en el que se acumulaban en sordina las llamadas perdidas y los mensajes. En sus manos, sobre sus rodillas, las llaves del coche, aprisionadas con tanta fuerza que se encarnaban en sus palmas, como si un dolor fuera capaz de sustituir a otro. Frente a ella, el Mediterráneo, ese mar tan lleno de historias del que, sin embargo, sólo esperaba silencios. Sobre ella, el cielo en retirada, como una acuarela a la que se le hubiera corrido el rímel. Llevaba allí el tiempo suficiente como para haberse olvidado del reloj, de la agenda, de los compromisos, del hoy y del mañana, de todo lo que le recordara que el tiempo sigue aunque ya no lo hagan las personas. Renunciando a ser, se limitaba a estar: vacía como una caracola, llena de recuerdos como el fondo del mar, furiosa con una galerna de reproches que empezaban en Dios y terminaban en ella. Era un animal varado, desnortado, extraño en su propio relato, escupido de sus mapas de certezas, noqueado en algún punto incierto entre querer vivir y dejarse morir. Estaba en ese rincón descabalgado de la realidad en el que el dolor es una unidad de tiempo y el vacío una unidad de espacio. Como si hubiera perdido el transbordo entre la tranquilidad y la esperanza.

El día ya era noche cuando se produjo la primera vía de agua. Segundos después, la otra. Por sus mejillas empezaron a deslizarse unas lágrimas que borraron las huellas de todas las condolencias en forma de beso. Luego, dese las entrañas, como un suburbano furioso, emergió un grito. Un grito desgarrado, despreocupado de cualquier formalismo, un aullido llamando a la puerta donde anida el dolor, una protesta en 360 grados llena de profunda rabia humana. Cuando su garganta se quedó desierta, se mordió los labios al mismo tiempo que cerró los ojos, como esperando que la noche se derrumbara sobre ella, dándole la clemencia de hacerse por fin una con la oscuridad. Y en ese momento en el que todo se volvió sombra, él apareció a su lado, sentado como tantas otras veces en ese mismo lugar, como tantas otras veces con ella. No la miró porque tenía los ojos anclados en la noche. Ella tenía la sangre helada y la piel erizada. Él no se inmutó. La luna lo hacía parecer un bosquejo azulado, el esbozo de un sueño perdiéndose en una almohada al despertar. Cuando ella quiso dar voz al asombro de sus ojos ya fue tarde porque él habló y el aire se llenó de esa voz contra la que nada podía el viento: No te voy a decir que te levantes, que arriba, que pases página, que des carpetazo, que orilles todo lo que sientes y piensas. No: deja arder tus pensamientos y sentimientos hasta que todo quede en cenizas, deja que te salgan todas las grietas, deja que la vida te desnude de cualquier disfraz o excusa o parapeto. Y, una vez pase eso, respira, abre los ojos, incorpórate y vuelve a vivir y no sólo a respirar. 

Al terminar la última palabra, él se disolvió como la espuma en la orilla, dejándola con cicatrices pero sin heridas, con ausencias pero sin vacíos, con silencios pero sin llantos, con todo lo necesario para tornar la deriva en vida.

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