jueves, 17 de noviembre de 2016

El que corre, corre solo

El día era tormenta. Ni rastro de sol ni una esquirla de cielo azul. La noche había dado paso a una mañana encabritada donde la lluvia, el frío y el viento habían organizado una pirotecnia de cuchilladas y bofetones gélidos, desdibujando personas, edificios y cualquier contorno vivo o inerte. Expertos y profanos le habían aconsejado, recomendado e incluso advertido que "mejor dejarlo para otra ocasión" y aguardar un momento más idóneo al abrigo del confort, resistiendo las ganas de sentirse libre, de soltar el pesado lastre del estrés, de dejar atrás el anquilosamiento que lo acercaba a un autómata alejándolo de la condición humana. Pero él no hizo caso. Decidió que aquel día lleno de ruido y furia era el momento de comenzar a correr. Y así, embutido en confianza, puso a cero el reloj y se arrojó a la tormenta decidido a transformar el tiempo en un espacio a conquistar.

Al principio, sus zancadas eran alegres, impetuosas y corría de una forma tan liviana que parecía no ya ignorar sino insultar a la propia tormenta. Se comía el mundo en milésimas de segundo. Poco a poco, la realidad le devolvió el saludo: el aguacero iba calando en él a medida que el frío se enroscaba en su pecho, estrujándolo a cámara lenta, como un dios sádico y guasón, pero sus pasos supieron acomodarse y así tomó consciencia de los otros corredores: estaban los que parecían en permanente calentamiento, sin decidirse a correr ni a marcharse; los que iban por detrás suya sin haber ido nunca por delante, arrastrados por una dignidad cómica, voluntariosa y masoquista; los que iban por detrás tras haber estado por delante, cuya erosiva decadencia él metabolizaba en autoestima; los que corrían a su altura, que pareciendo iguales eran distintos y no tardaban en situarse a un lado u otro del desagüe ocular; los que habiendo empezado detrás corrían ya por delante de él, dejando su orgullo haciendo autoestop; los que sólo podía seguir con la vista; purasangres cuya exhibición los alejaba del mundo de los meros mortales; y los que hacía tiempo que llegaron a la meta, con quienes le unía un vínculo de ignorancia, especialmente balsámica para él.

Pasado un rato, la tormenta y el esfuerzo lo habían desdibujado hasta convertirlo en una patética parodia de sí mismo, una desvencijada marioneta de grand guignol sostenida por un exhausto pundonor que corría tras el espejismo de sus propias y sobrevaloradas expectativas, vagando como si fuera un muerto viviente con exceso de orgullo en sangre, resistiéndose a cualquier otra cosa que no fuera seguir moviéndose. Hasta que llegó el momento. El último número. El gran final: un traspié, un trabalenguas de piernas y vuelo rasante sobre el camino embarrado y mugriento. Quedó tendido en el suelo unos segundos, como si la dignidad se le hubiera enredado con alguna raíz. Sobre él, la carcajada del aguacero. 

Minutos más tarde, estaba de vuelta en su casa. Su ropa era un guiñapo enmarañado en el suelo, empapado de derrota, arrojado a los pies de la lavadora. Cerca, en la ducha, encerrado con pestillo, él se hallaba en algún lugar dentro de una gruesa nube de vapor, allí donde no se veían sus magulladuras ni su cara de cerrado por derribo. El agua tibia e intensa de la ducha caía sobre él sin más efecto que limpiar su piel y dilatar sus arterias, venas y sinapsis. Alrededor de su cabeza, orbitando como satélites despendolados, todo un batallón de pensamientos declinaba el verbo fracasar en primera persona del singular: ¿Había sido temerario o valiente? ¿En qué medida el batacazo daba sentido a todo lo ocurrido desde la primera zancada? ¿Habría sido mejor esperar o había valido la pena el intento? ¿Se habría caído alguien más? ¿Fue un fallo en la preparación, una mala elección, simple mala suerte o pura lógica? ¿Debía sentirte contento por haberlo intentado o hundido por el estrepitoso fracaso? y todo un etcétera de interrogantes listos para hundir la armada invencible de la seguridad. 

De pronto, su mente cogió el desvío hacia los pensamientos tangenciales y centró su atención en los otros corredores, los que fueron por detrás, por delante o a su par. Bajo el champú, empezó a desarrollar todo un atropellado corpus teórico sobre el arte de correr, intentando encontrar en ese análisis comparativo alguna conclusión que aliviara su ego. Y así, entre churretones de espuma, emergió una revelación: había muchos corredores, mejores o peores o parecidos pero todos distintos a él en definitiva porque él y sólo él era el único que estaba dentro de sus zapatillas. Nadie iba a correr ni por él ni contra él ni en él. Nadie, por mucha experiencia o empatía que tuviera, podía saber cómo se sentía él porque sólo él estaba en su piel. El que corre, corre solo, por muy acompañado o no que esté en la carrera, y únicamente tiene un rival: él mismo. Lo cual le llevó a otra verdad: la meta y el camino hasta ella dependen de cada persona. "Somos nuestros propios retos; nuestros pasos, nuestras metas". Por eso, no hay una carrera igual a otra, porque las hacen diferentes los propios corredores y ellos, a su vez, se distinguen entre sí por sus circunstancias, sus condiciones y su forma de ser, pensar y estar. 

Con ese pensamiento decantándose en su interior, se aclaró, cerró el grifo de la ducha y se secó. Abrió una rendija la ventana del baño para disolver la espectral condensación que había. Poco a poco, el vao permitió vislumbrar un amago de sonrisa en su rostro. Una sonrisa a la que le faltaban etiquetas, pero una sonrisa al fin y al cabo. Mañana volvería a correr porque ahora por fin tenía claro por qué y para qué. Y eso le alegraba. Y es que, en el fondo, todo aquello no iba de hacer ejercicio físico.

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