jueves, 5 de octubre de 2017

El discurso del Rey

Cuando el Gobierno se había transformado en la orquesta del Titanic, cuando media Cataluña era Ana Frank y la otra media había convertido la estelada en la nueva esvástica, cuando Rajoy había evidenciado por enésima vez tener menos cojones que Farinelli, cuando la Policía y la Guardia Civil estaban más desamparados que Clearco y sus Diez Mil, cuando la temeraria irresponsabilidad de los políticos había quebrado el pecho de la sociedad como un chestbuster, cuando la política había llegado al nivel de videoclip salchipapero de Leticia Sabater, cuando la esperanza se había quedado en standby, cuando la izquierda estaba ya planeando hacer con el régimen del 78 lo mismo que hicieron con la II República, cuando los carasolados habían visto la oportunidad para colar sus camisas nuevas entre la gente normal, cuando el desasosiego era trending topic, cuando los medios de comunicación estaban en pleno derbi (des)informativo, cuando el secesionismo de Puigdemont y compañía parecía Jason Voorhees y la paz una monitora despelotada, cuando las noticias eran tan deprimentes que el zapping era el mejor plan, cuando España parecía a punto de viajar al pasado sin DeLorean, cuando el país estaba en plena apnea, cuando todas las horas parecían las más oscuras...apareció él: el Rey, el Jefe del Estado, el macho alfa institucional, con su percha de Optimus Prime, con más aplomo que un T-800 y un semblante que ni Charles Bronson con resaca, para pronunciar un discurso que en su fondo nada tenía que envidiar a la ya legendaria arenga de Aragorn a los hombres del Oeste ante las Puertas de Mordor. Echándole un par de coronas, Felipe VI puso los puntos sobre las íes y levantó el ánimo y la esperanza de quienes aún creemos en España y en todo lo que encarna este país cuando se lo propone: contraste, concordia, mestizaje, libertad, contradicción, respeto, diversidad, tolerancia, unidad, grandeza, dignidad, fortaleza, democracia...

Con su discurso, Felipe VI cruzó este martes el Rubicón, abdicó del silencio, salió de su zona de confort y lo hizo engrandeciéndose como monarca, Jefe del Estado, español y persona. Fueron unos pocos minutos pero tan llenos de historia, verdad y coraje que bastaron para ralentizar el tiempo y eclipsar la oscuridad. Se echó al país a la espalda y se colocó frente a los enemigos de todo lo que a España le costó sangre, sudor, lágrimas y años conseguir. Sin estridencias pero con rotundidad. Sin grandilocuencia pero con precisión. Sin equidistancia pero con prudencia. Sin histrionismo pero con toda la seriedad que requiere esta gravísima situación. Del mismo modo que la luz brilla sólo en la negrura, los líderes sólo se revelan en función de los desafíos a los que se enfrentan. El martes, el hombre llamado Felipe demostró ser el líder al que mirar en esta hora de lobos y escudos rotos, como diría cierto montaraz. Y lo hizo sin salirse del papel al que le maniata la Constitución pero con tal lucidez, franqueza y valentía que resultó tan motivante como heroico. Su discurso rebosó una solemne irreversibilidad, como las palabras del personaje de "La madre" al final del segundo
acto de la lorquiana Bodas de sangre: "Dos bandos. Tú con el tuyo y con el mío. ¡Atrás! ¡Atrás!". Dos bandos. Sí, bandos. En uno, la alianza de dementes, cínicos, hipócritas y radicales que están decididos a dinamitar el esfuerzo que hicieron las dos Españas hace unas décadas para pasar de las armas a los votos y de las balas a las palabras. En otro, todos los demás españoles, los que no estamos dispuestos a hincar la rodilla ante la rebelión impulsada por el totalitarismo secesionista catalán. Un bando está liderado por Puigdemont. El otro, por Felipe VI. Uno está fuera de la Ley, la democracia y la realidad. El otro, dentro. Si Puigdemont es el actual Joker de la actualidad española, el martes conoció quién es su Batman

Ante esta peligrosa aleación de matonismo independentista y dejadez gubernamental, yo, que no soy monárquico ni patriotero, agradezco enormemente las palabras del Rey porque ha sido lo suficientemente hábil para, por un lado, hacer un enérgico y necesario llamamiento a la cordura y, por otro, decir un elegantísimo "yippee ki yay" a los Puigdemont, Junqueras, Forcadell, Tardá, Rufián, Romeva, Colau y compañía. Hay quien le ha afeado que no hiciera concesiones buenistas al diálogo; supongo que esos mismos críticos se irían a tomar cervezas con Hitler, a charlar de derechos humanos con Stalin, a hacer senderismo con etarras, a pasear por el campo con Caradecuero o a fumar en cachimba con los del Estado Islámico. También hay quien ha criticado la ¿dureza? de Felipe VI hacia los separatistas; supongo que esos mismos tipos son los que regalarían condones a violadores o contratarían pederastas como canguros o o consideran a Otegui un hombre de paz o se hacen de cruces al recordar los Juicios de Nuremberg. Creo que me explico. ¿Moraleja? España es un país tan grande, en todos los sentidos, que caben demasiados ingenuos contraproducentes.  A lo mejor hay incluso gente en este país que piensa que esto acabará como si todo no hubiera sido más que un sueño de Antonio Resines. Pues no: bienvenido al mundo real, Neo.

Dejando sandeces aparte, está claro que el discurso de Felipe VI llegó en un momento clave, como Churchill y su célebre "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor". El Rey ha demostrado ser el único a la altura no sólo de su función constitucional sino también de las excepcionales circunstancias que estamos atravesando. La Historia no espera a los cobardes ni a los tibios. Y eso, el Rey, lo ha entendido mejor que nadie con un discurso que ya es histórico. 

Así las cosas, ahora que el maniqueísmo trota feliz por la península a cuenta de los que confunden la libertad con el tocino y la democracia con la barra libre, tengo claro de qué equipo soy: del que tiene en Felipe VI a su Simeone particular porque lo cierto es que, al día siguiente, al menos en Madrid, había aún más banderas de España en las fachadas que el día anterior. Por algo sería. Por alguien fue.   

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